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Continué con el coche camino del pantano con la simple intención subir hasta Cerrollaría y a la altura de Cerro Enmedio una pareja de perdices cruzó a peón el camino dirección al Castillejo, una de ellas se perdió entre los enebros y la otra quedó en la linde del sembrado como para comprobar si mi presencia era suficiente motivo para abandonar su territorio; sin parar el motor detuve el coche y bajé la ventanilla, saqué la cámara que llevaba en la mochila sobre el asiento del acompañante y ahí seguía el macho desafiante como pude comprobar por el visor al apreciar su píleo erizado en actitud hostil. Tras dos o tres disparos (con la cámara), el animal receloso de que alguien mucho más grande pudiera buscarle un problema siguió su camino por donde un minuto antes lo había hecho su hembra. Si bien la foto no era nada del otro jueves, esta irrupción me recordó que estábamos en plena época de celo para la alectoris rufa -la perdiz de toda la vida- y no sería extraño que precisamente en Cerrollaría pusiese observar alguna pareja más.
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Lo había intentado infinidad de veces durante años pero siempre me resultó imposible fotografiar y menos aún grabar con tranquilidad y esta nitidez a una perdiz en época de celo como lo pude hacer en mi último día en el pueblo con "casa propia"; para mí fue como un gran premio de despedida que me regaló ese tesoro tan fiable y acogedor del pueblo que siempre ha sido su monte. |
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Al llegar a la fuente de los Chopos paré el coche, saqué la cámara y también comprobé si en el teléfono llevaba grabado el canto de un macho en celo; al probarlo junto al coche donde aparqué por si más tarde podía forzar una mejor pose del animal provocándole como si fuera un competidor de su especie, en apenas unos segundos pude ver como salió del monte bajo un macho completamente indignado y corriendo (a peón) se dirigía sobre un sembrado a toda velocidad en dirección hacia mí y cuando creía que acabaría viéndome en cuanto se acercase un poco, levantó un vuelo corto pero no para marcharse sino para desde el alto de las ramas de una sabina seca otear mejor dónde podía encontrarse su contrincante. No había tiempo para nada, así que agarré la cámara y una bufanda mimética e improvisé un camuflaje tras unas matas de sabina no demasiado frondosa. Ni en el mejor de los casos esperaba que este animal aguantase todo el tiempo que permaneció allí.
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| Después de un buen rato grabando a este macho y recibiendo un par de visitas más de otros que casi se toparon conmigo a mi espalda, inicié una pequeña caminata hasta el alto de la Muela. En el camino pude fotografiar la cola del pantano con el agua de color barro y al llegar también vi buitres en sus nidos que ya habían empezado a incubar los huevos. Entre lo relajante de las vistas no dejaban de rondarme los recuerdos en un día que forzosamente sabía a nostalgia. Entre otras cosas me preguntaba si durante ese paseo pisaría en algún momento donde no lo hubiera hecho antes, porque concretamente esa parte del terreno la he recorrido innumerables veces, desde niño en los paseos de la escuela con las maestras, ojeando para los cazadores, de joven yendo de merienda o ya de adulto cazando , haciendo senderismo o corriendo . De solo una pequeña parte de esas caminatas hechas en los aproximadamente 10 últimos años, queda constancia en wikiloc como puede comprobarse pinchando aquí .
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Las estampas de esas perdices me trajeron a la memoria mis mejores recuerdos del monte, no solo de lo que viví en mi corta etapa como cazador activo que empecé formalmente ya a una edad tardía allá por el año 2000 hasta el 2017 sino la pasión por los pájaros que tenía desde pequeño; es cierto que por aquellos años no teníamos apenas otras formas de ocio en el poco tiempo libre que nos quedaba salvo, jugar al fútbol y buscar nidos de pájaro, cogerlos e intentar criarlos -algo que pocas veces llegaba a buen fin-, porque de no tener no tuvimos ni una bici en casa; eso sí, la afición a los pájaros en especial desde que empezaban a anidar cubría de sobra todos los ratos libres que podía aprovechar cuando no tenía que estar ayudando en el tejar. Por aquel entonces las perdices eran para mí un ave casi mística solo al alcance de aquellos cazadores catalanes que tenían contratada en exclusividad su caza, venían desde Barcelona 3 ó 4 veces por temporada y nos pagaban a los chavales 200 pesetas por ir a ojear las perdices a modo de un remake de la película « Los Santos Inocentes », aunque lógicamente de aquellos cuarenta duros no tocábamos ni uno porque todo quedaba para casa.
En realidad aquella afición en un principio no tenía nada que ver con la caza sino con el contacto con los pájaros que ocasionalmente tuve como mi mejor forma de evadirme de una realidad no precisamente apasionante; recuerdo que mi tío Román alguna vez nos llevó alguna cría de gorrión o jilguero, pero lo que creo que verdaderamente despertó mi pasión por las aves es cuando un primo de mi madre nos trajo un polluelo de aguilucho que logramos mantener vivo y una vez que creció, cuando lo dejamos en libertad volvía a casa de vez en cuando, hasta que le renació su instinto salvaje y prefirió olvidarse de sus captores.
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También me pudo influir desde que era pequeño el énfasis que ponía mi madre cuando contaba historias relacionadas con caza en el pueblo o describía por ejemplo los sustos que se llevaba cuando alguna perdiz en la oscuridad levantaba el vuelo estrepitosamente al verse amenazada cuando sin saberlo pasaba por su dormidero por la noche estando de pastora con las ovejas. Recordé otra que me contó siendo ya cazador al comentarle de vuelta a casa que no me imaginaba que en el alto de la Muela pudiera haber tantas perdices, entonces sin extrañarse me dijo que allí de toda la vida las solían cazar con alares y describió detalladamente como ponían las ramas para guiarlos hasta las trampas y como estos animales dejaban sendas a su paso: Efectivamente era un detalle que pude comprobar después; este día volví a fijarme cuando estuve observando a los buitres y allí seguían estando los rastros que dejan estas aves.
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También mi afición a la caza pudo estar influida por otros referentes menos nobles y más predadores que nunca me encajaron conscientemente a la hora de entender mi relación con el campo y el mundo animal, sin embargo ahí estaban, asimilados de manera tácita. Como este día de ruptura se prestaba para recordar libremente también lo que había estado oculto en los rincones más sombríos de la memoria quise reflexionar sobre la influencia que además de las historias de mi madre sobre caza y su conocimiento del monte, en este caso se trataba de mi padre que le gustaba la caza y la pesca o mejor dicho, las añadió a su cuantiosa lista de caprichos porque no dejó de practicarlas a pesar de que su situación económica nunca fue precisamente boyante aunque en su imaginario se justificaba para traer comida a casa.
No recordaba que ni a mí ni a sus otros hijos mi padre nos enseñara a cazar ni nos llevara con él ; al contrario, en más de una ocasión se iba y nos dejaba una lista de trabajos en el tejar que casi nunca daba tiempo a hacerlos, aun así, precisamente desde nuestras tareas de obreros siendo todavía un niño me quedó grabado el primer “lance” de caza de mi padre: fue más bien poco edificante además de furtivo, sería seguramente sobre el mes de mayo, por supuesto fuera de la temporada de caza, cuando ya habíamos empezado la campaña de hacer teja, mi padre vio que una pareja de perdices había anidado dentro de uno de los montones de matas de espliego seco que había junto a la carretera de los que habíamos llevado para cocer el horno de la última temporada de recolección. Al nido se accedía por una única entrada; allí le puso un lazo que recuerdo hacía con pelo de crin de caballo que tenía en un habitáculo para herramientas en el tejar donde trabajábamos. Consiguió capturar primero a una y después a la otra que seguía yendo a incubar a pesar de desaparición de su pareja una vez capturadas las dos también se pudieron aprovechar los huevos para cocinarlos. Era innegable la habilidad demostrada, pero aquello no me caló como un referente de la caza o al menos, no conscientemente porque me quedaron serias dudas si aquello ya por entonces prohibido por lo que no se podía ni contar, se podía asumir como una relación con tu entorno respetada por los demás. |
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Años más tarde, siendo ya un adolescente de 15 ó 16 años despejé mis dudas en una de las jornadas de descorchar pinos, fue en el paraje conocido como Vallejo de la Cueva, también era en época de cría; mi entonces hermano mayor cortaba los pinos que previamente estaban marcados y junto con mi padre y otros dos vecinos adultos los descorchábamos. Aunque el marcado teóricamente estaba supervisado por un agente de lo que entonces se llamaba ICONA, no parecieron advertir que aquel pino tenía un gran nido que los pastores y vecinos del pueblo que frecuentaban la zona sabían que allí anidaba todos los años un águila real. Recuerdo que el suelo estaba plagado de restos de pequeños huesos de conejo, reptiles y otros bichos y también pude ver que el nido estaba siendo visitado por aquella enorme rapaz. Se lo comenté a mi padre que de facto era el responsable de aquel piquete de trabajadores por si tenía pensado cortarlo y recuerdo su mirada con una expresión muy familiar entre risa y burla, respondiendo simplemente «¿y qué me quieres decir? » , entonces ante mi duda de si pudiera salvar a las crías porque ya era primavera me la jugué ya que era difícil de trepar y cuando con cierta dificultad y un poco de riesgo conseguí llegar hasta el nido para mi sorpresa encontré que había un gran huevo blanco como el de las gallinas pero algo así como dos o tres veces su volumen. Como iba a ser destruido sin remedio, lo cogí como pude y lo bajé; con más ilusión que conocimientos lo dejé al sol cubierto con una ropa por si podía mantener el calor durante el resto de la jornada de trabajo y ya en casa por la noche improvisé una incubadora casera con un hornillo eléctrico y un caldero de agua poniéndolo sobre él dentro de una caja. Lógicamente pasaron los días y aquello seguía igual. Dejé margen de los 21 días que tardaba los de las gallinas porque entonces no existía Google para consultar y cuando lo abrí había un polluelo ya completamente formado con cañones de pluma blanca pero muerto. Fue un mensaje más de aquella doble moral que se vivía en la familia: por entonces en nuestra casa estaba el bar del pueblo que puso mi padre para que no desaprovecháramos jugando el tiempo libre de los fines de semana al que también se podía sacar rendimiento. Pues bien, fue poco después cuando las paredes de aquella taberna acabarían empapeladas con unos magníficos posters editados por el ICONA con fotos de las aves protegidas, muchas de ellas rapaces autóctonas de aquella zona. Siempre dando ejemplo: había una gran mentalización sobre la necesidad de respetar ciertas especies en gran medida auspiciada por el famoso programa “El Hombre y la Tierra” de Félix Rodríguez de la Fuente, y ya estaba sancionada la destrucción de estas aves rapaces. Estaba claro que alguien tan comprometido con el medio ambiente, era absolutamente incapaz de causar gratuitamente ningún daño a cualquier especie protegida. Un dominio magistral de la apariencia que venía de familia y nos crearía escuela a la descendencia.
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Antes de salir del pueblo con las últimas pertenencias a las que les seguiría dando uso, quise buscar un objeto que sería el único que tendría de mi padre y el que mejor condensaría los recuerdos de mi infancia y juventud con él; tenía pensado hacerles una foto para documentar este relato y después quemarlos o tirarlos a la basura. Los había visto muchos años después de irme del pueblo y creía que todavía podría encontrarlos por el garaje donde los vi la última vez todavía con marcas de sangre reseca. Se trataba de dos badajos de encina para ponerles en el cuello a los perros con los que crecimos de niños: la Soli y su hija la Tula. Con aquello mi padre hacía ver a los vecinos y también a los dueños del coto de perdices que era extremadamente diligente con el respeto a la caza durante la veda; a la vista de aquel castigo preventivo tan duro, nadie podría creerse nunca que era capaz de cargarse en época de cría a una pareja de perdices junto a su nidada. Este artilugio diseñado por él pretendía que le sirviera para poder seguir teniendo a los perros sueltos y que quedaran impedidos para perseguir o rastrear animales. El badajo era un palo de madera de encina relativamente pesado y grande de forma que aquellos perros más bien pequeños mezcla de podencos, se vieran obligados a andar con el cuello estirado para que el palo no les arrastrara por el suelo ni les diera en las patas. El detalle verdaderamente macabro de aquel objeto de tortura era que se lo poníamos sin collar; en su lugar mi padre lo sustituyo con un alambre grueso y rígido de hierro en forma circular para rodear el cuello del animal y doblado en las puntas para el cierre, dentro de él quedaba la hembrilla previamente clavada al palo de madera. Todo con un acabado tosco incluido el propio palo que tenía una textura áspera. El efecto no podía ser más cruel: el cuello de los perros acababa en carne viva por el roce del alambre y las patas cuando hacíamos un desplazamiento largo con el tractor e intentaban seguirlo corriendo les acababan sangrando al golpearse con él a pesar de que los animales aprendieron a correr de lado para evitar el choque del badajo en sus patas. También recuerdo que a veces le pedíamos permiso para subir los perros el remolque y poder quitarles el badajo. La verdad que casi siempre nos lo concedía, porque cada vez que se los quitábamos éramos nosotros quienes se lo teníamos que volver a poner. Con esto mi padre conseguía ser ejemplar ante los de fuera y adoctrinarnos a los de dentro: por un lado nos acostumbramos a pedirle clemencia normalizando la sumisión incondicional a él y por otro a priorizar sus deseos aun a costa de reprimir cualquier sentimiento de empatía con aquellos animales que no dejábamos de verlos como uno más de la familia.
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Recuerdo la mirada que yo interpretaba de agradeciendo de aquellos perros cuando les quitábamos el alambre del cuello y también la sumisión con la que venían cuando eran llamados para volver a ponérselo. Pero si me he extendido en recordar este episodio, es sobre todo porque en él, sin tratarse de seres humanos, pudimos ver reflejada una reacción instintiva de supervivencia que hemos puesto en práctica todos en mayor o menor medida durante el resto de nuestras vidas: la necesidad de agradar y ser validados por quien te hacía daño día tras día aunque no llegaras a entender cuál podía ser la razón. Hace no muchos años, pude saber que el instructor de aquella terapia comprobó algún año después que el método aplicado fue efectivo y vio sus frutos cuando ordenó a uno de los que aplicábamos el castigo a aquellas perras, siendo todavía menor de edad ahorcar en un árbol a una de ellas, la Soli. También su discípulo pudo aprender que el miedo y la necesidad de validación anula incluso la dignidad que pudiera quedar en la víctima (suponiendo que los perros tengan ese sentimiento) cuando durante el primer intento de ahorcamiento el animal consiguió zafarse de la soga y su reacción fue acercarse a su verdugo y arrastrarse a sus pies como pidiéndole clemencia, lo que como casi siempre ocurre, una sumisión incondicional lejos de aplacar la ira en quien sentencia el castigo, le carga de argumentos porque en cierta forma la interpreta como que lo merece. En cualquier caso, el objetivo de un sometimiento continuo que pisotee tus principios para cualquier abusador es crear en la víctima un sentimiento de vergüenza y culpa difícil de ser contado o asimilado para que acabe minando tu autoestima y con el tiempo facilite tu sometimiento incondicional a él de por vida y a veces incluso perdura tras la muerte del maltratador guardando la lealtad a sus patrones o buscando en tus acciones su validación póstuma.
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Todo estaba cambiado, allí al final de los años 70 no había más que cerradas y alguna paridera, pero ahora ya había unas cuantas casas alrededor, aunque nada más verla la reconocí como si no hubiera pasado ni un mes. Lo primero que me sorprendió es que a pesar de los años y el abandono estaba tal cual quedó entonces; es una casa fea y sin alma con un toque siniestro que me trajo a la memoria un dibujo con una expresión enfermiza que él hizo de niño y que estuvo presidiendo durante años la estancia donde mi madre pasó sus últimos años; además del estilo, puertas y las rejas de las ventas que son iguales a las que actualmente tiene la casa familiar que le pusimos por aquellas mismas fechas. Como hizo con cada uno de sus tres hijos varones en cuanto la fuerza física nos lo permitía, allí me encargaba de las tareas más tediosas como amasar a pala el cemento, acercar el material, picar o desescombrar, pero cuando te querías dar cuenta, estabas cortando azulejos o terrazo, instalando apliques, haciendo las conexiones eléctricas, poniendo reglas y cuerdas, nivelando suelos o midiendo, cortando y roscando las tuberías. En muchos casos aprendiendo sobre la marcha y sin poder preguntarle porque entre otras razones no solía tener ni puta idea en la mayoría de las tareas. En definitiva, él pasaba la mayor parte del tiempo moneando o haciendo alguna tarea fácil que le gustaba porque le tenía entretenido como colocar tejas, azulejos, baldosas, puertas o ventanas. Eran pausas que agradecías porque el resto del tiempo lo pasaba gritando e insultando dando rienda suelta a sus incontrolables y cada vez más frecuentes brotes de ira que necesitaba para aplacar su continua necesidad de suministro narcisista.
Entrando en el objeto de lo que me llevó a pasar por allí, en aquellas fechas hacía algún tiempo que decidí no mostrar una admiración hacia él que la verdad creo que nunca sentí y tampoco manifestar reacción alguna ante sus insultos y humillaciones. Pero sin saberlo entonces, eso era el mayor desafío que se le puede hacer a una persona con sus complejos y trastornos, y un día recuerdo que me negué incluso a mirarle -justamente como solía hacer él cuando te insultaba o simplemente te hablaba o mandaba algo- y no era una actitud desafiante propia de la adolescencia sino que en principio sencillamente buscaba que llegara a entender que de mí, aparte de mi explotación como hacía con todo el que podía, solamente obtendría mi desprecio durante el tiempo que me quedara de estar con él; tenía muy claro que no iba a buscar el enfrentamiento físico pero que si me obligaba a ello, como ya estuve a punto de hacerlo en una ocasión meses antes, iba a ser el único porque tendría la misma compasión y límites con él que él tendría conmigo o con cualquier otro en una situación de agresión física. Era el inconveniente de tener a los hijos como bastardos de carga a los que nos mandaba trabajos más duros que los que hacía él, que si había choque físico podía salir mal parado y ante aquel desafío no le quedó otra que optar por la agresión psicológica; primero empezó victimizándose preguntándose a gritos que qué me había hecho para que no le hablara, como no obtuvo respuesta ni reacción alguna por mi parte, se encabronó más y empezó a blasfemar a voz en grito en ese estado de histeria me dijo “¡me cago en dios!, si ya dijo tu madre cuando naciste que te teníamos que haber dado detrás de las orejas”. En realidad con aquel exabrupto propio de un desequilibrado como en realidad lo había sido él durante toda su vida, no me decía nada nuevo, desde muy pequeños pudimos ser conscientes de que despreciaba su paternidad sobre todos sus hijos, incluso poniéndola en duda desde el principio de su matrimonio para humillar también a su esposa, pero esta vez lo hacía sin filtros y perdido en su brote de ira, así que como yo ya tenía callo ante sus insultos y vejaciones y al no observar en mí el impacto emocional que esperaba redirigió sus agresiones como siempre hacia la persona que más odiaba aunque lógicamente no estaba allí: su mujer. Recuerdo con todo detalle la frase que sin mirarme, como era habitual en él, me dijo de ella: “que había estado jugando con todos los mozos del pueblo y si no que se lo pregunten al… [lo omito por respeto a sus familiares] ”. Por supuesto jamás se arrepintió de aquello, más bien al contrario muchos años después dejó constancia escrita de aquel desprecio hacia su esposa previo al inicio de su relación, y por supuesto tampoco yo lo conté a nadie ni siquiera a mi madre cuando ya de anciana tras la que puede que fuera la decisión más difícil de su vida, se sintió desamparada y culpable a ver que sus propias hijas, en una alineación con su agresor abierta en un caso e implícita en otro se distanciaron de ella por negarse a ingresar con su marido en la residencia como él lo había dispuesto. Pensé en que si alguna vez mi madre en sus últimos años hubiera tenido remordimientos por no haber ingresado con él, se lo podría contar para que supiese lo miserable que fue con ella ante sus hijos y lo que la despreciaba ya antes de ser novios por si eso la sacaba de dudas, pero no fue necesario porque en los años que vivió separada de él solamente la escuché alguna vez dudar si aquello de sentirse mucho mejor que nunca y no echarle de menos para nada estaba bien con arreglo a las enseñanzas morales y costumbres que recibió; de hecho días antes de morir cuando era consciente que le quedaba muy poco tiempo quiso dejarnos muy claro a dos de sus hijos lo que sentía por él y en aquella manifestación no se percibía el mínimo atisbo de aprecio. |
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Ya eran más de las siete de la tarde de aquella jornada en la que definitivamente dejaba de tener ninguna propiedad en el pueblo donde nací, crecí y me aportó una parte importante de lo bueno y lo malo que he conocido en mi vida. La jornada me había servido sobre todo además de para reafirmar que mi decisión era la única que debía tomar y que las disputas afloradas en el primer intento de reparto que se enconarían todavía más en los posteriores, en realidad no tenían nada que ver con la herencia actual de los escasos bienes sino con la herencia de los patrones que nos inculcaron desde pequeños. Las causas estaban arraigadas en el propio ser de cada uno de los coherederos y venían del adoctrinamiento implacable recibido desde nuestra infancia en el odio y la falta de respeto hacia la propia familia, la nula educación en el reconocimiento al esfuerzo, costumbres y peculiaridades de los demás, el rechazo a formar parte del entorno social y la obsesión patológica por diferenciarse de él justificándose en una pretendida superioridad académica, cultural o capacidad de sacrificio que en realidad, al menos en el caso de quien nos adoctrinó, ocultaba el fracaso personal, familiar y social. De vuelta a casa, a esa hora de aquel miércoles, sin saberlo yo todavía, el acuerdo de reparto ya estaba deshecho, de nuevo uno/a o varios/as debido al parecer a una actitud primaria y muy habitual de desconfianza entre ellos habían faltado por segunda vez a su palabra como ocurrió en el primero y volvería a pasar en la tercera y última propuesta aceptada. Pero a mí, a pesar de ser en aquella ocasión el interlocutor directo con la notaría, no me dijeron nada hasta el sábado por la tarde, prácticamente unas horas antes del día acordado para su firma el lunes día 8.
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Ahora visto ya con cierta perspectiva temporal y consciente de que se han hundido todas las naves que pudieran llevar a un acuerdo, siento cierto alivio porque los tres acuerdos abusivos de reparto que acepté al final se deshicieran, sobre todo el primero de ellos. Es probable que agobiado un poco por la necesidad de poner fin a más de 20 años de situación de secuestro emocional, tragando con puñaladas, abusos y malas caras, aceptara aquella primera propuesta que claramente reflejaba un desprecio palmario hacia mi persona expresado con la frialdad de los números que aunque no se llegó a firmar constarán de por vida en una propuesta notarial de la que todos tenemos copia, asignándome un lote que en realidad me suponía asumir una deuda a cambio no de nada sino de algo peor por su simbolismo nada disimulado: un único trozo minúsculo irregular de 32m cuadrados de suelo rústico con chumbaino de apenas 3 ó 4 metros cúbicos de capacidad en estado precario con condensaciones y polvoriento, el de menor valor de toda la herencia que no había pedido que necesitaba una inversión mayor de lo que me asignaban para repararlo o derribarlo y tener un suelo que no sirve ni para hacer un garaje, ni siquiera para regalarlo porque a nadie podría servirle para nada salvo a ellos como cobertizo auxiliar a sus propiedades cercanas. El caso es que ha sido su decisión echarse atrás en tres acuerdos ya sea por resentimiento, ansia o por ambas cosas y de tener en sus manos unas propiedades por valor de entre 45.000€ y 74,000€ mientras a mí me quedaba a efectos prácticos una deuda a cambio de nada, han pasado a no poder acceder a la propiedad de ninguno de los bienes y vivir con la incertidumbre de cuáles podrían alguna vez ser suyos, qué tiempo tendrán que esperar y cuánto tendrán que pagar. Lo único que tienen seguro y son conscientes de ello, es que ya no van a dar el pelotazo que tenían garantizado, que no va a haber acuerdo de reparto y que la única vía para conseguir su propiedad es su compra a valor de mercado con intervención judicial o sin ella o bien dejarlo pasar, seguir okupándolos arriesgando a perder lo que necesiten en mantenimiento o mejoras si alguien promueve su declaración de proindiviso y posterior disolución y en esas condiciones esperar a que sea la siguiente generación quienes decidan su destino cuando les corresponda.
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Una apuesta arriesgada |
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No sería del todo cierto si dijera que el resto de los coherederos han actuado así por alguna animadversión hacia mí, porque sobran en todos y cada uno antecedentes de traición a la confianza de sus más cercanos por estrecho que fuera el vínculo consanguíneo, civil o laboral y también existen bastantes ejemplos de un apego preferente o desmedido por lo común o ajeno pero evidentemente hay una relación directa en que la diferencia de trato en las propuestas de reparto se haya hecho perjudicando más a quien precisamente optó por desenmascarar al padre común como un maltratador y no aparentar de cara la galería desde hace muchos años honra, respeto ni admiración alguna hacia nuestro progenitor. Corría el año 2002, llevábamos dos años en una situación límite con un padre en el que aumentaba exponencialmente su agresividad a medida que sus limitaciones físicas lógicas para su edad y después de haber sufrido un ictus se prolongaban sin esperanzas de mejoría. Ninguno de los cinco hijos movimos un dedo para ayudar a su esposa -nuestra madre- a pesar de estar prácticamente colapsada física y síquicamente, eso sí, hay que matizar que ni la disponibilidad ni la situación de los cinco era equivalente, al menos dos tenían obligaciones con niños en sus familias y tres cargamos con el grueso de la primera reforma de cierta entidad para adaptar el baño, la cocina, un dormitorio y preparar la estructura de la casa para la inminente reforma de la cubierta. Pero en algo éramos casi idénticos los cinco: a todos nos producía la misma repugnancia nuestro padre biológico, de tal forma que no nos molestábamos en darle una sopa ni en ayudar a nuestra madre a costarlo o lavarlo, dejamos incluso de dejar de entrar a saludarle durante nuestras estancias en el pueblo cuando estaba en el comedor, curiosamente era como un anticipo a una suerte de terapia de ley del hielo que durante sus últimos años también se le aplicó a nuestra madre en la misma celda de aislamiento . Cuando él empezó a dificultar la convivencia tratando de impedir que su mujer se desplazase, por ejemplo, para ver a su hermano que estaba enfermo en fase terminal o negarse a ir con los hijos a Madrid por asuntos familiares o médicos, tratar de que no se hiciesen las reformas en la casa, etc. alguno/a ante esta situación insostenible propuso soluciones en línea con sus desarreglos: duplicarle al padre las dosis de antipsicóticos recetados por el médico o llevarle a urgencias y dejarle allí. Yo aposté por otra salida difícil de obtener y menos sin ningún apoyo, que fue intentar que por iniciativa nuestra o de los servicios sociales se iniciase un procedimiento de declaración de incapacidad civil de forma que las decisiones que afectaran a asuntos esenciales de la convivencia, recayeran sobre su esposa, sus hijos o quien se estableciera como tutor por resolución judicial, pero pronto una asesora me sacó de dudas cuando le expliqué el caso y le llevé algunas pruebas: me dijo que mi “padre podía estar en perfecto uso de sus capacidades mentales” y que yo tenía que pensar “para entendernos” que simplemente podía tratarse de que fuera una “mala persona”. Con ese diagnóstico absolutamente certero e inapelable, no me quedó otra que centrarme en presionar a los servicios sociales de Castilla La Mancha haciéndoles constar que se trataba de un matrimonio muy mayor donde la esposa se encontraba exhausta física y psicológicamente por la carga de trabajo en los cuidados a su marido y el acoso al que estaba sometida para que intentaran hacerse cargo del problema ya que con nuestro padre negándose en redondo a desplazarse con ninguno de los hijos o hijas era cuestión de esperar el colapso definitivo sobre todo de nuestra madre. Pronto la presión a los servicios sociales de la que ha quedado rastro documental con mi única firma, dio sus frutos y una asistente social que pareció interpretar muy bien la personalidad del marido, supo convencerle de que lo mejor para curarse era que ingresara en una residencia de atención especial donde después se podría habilitar otra plaza para que ingresara su esposa, consiguiendo así que él lo solicitara voluntariamente. A medida que se acercaba el momento del ingreso del padre comenzaron las escisiones de los hijos en lo que al principio pareció una decisión unánime: ahora había que enfrentarse a una situación de lo más incómodo para una familia disfuncional que creyó siempre percibirse desde fuera como familia modelo porque desde su inicio se camufló en las apariencias y ese riesgo era que pudiera parecer que nadie quería o podía cargar con el cuidado del padre, pero que además la madre jamás ingresaría con él por mucho que estuviera garantizado su cuidado por el personal de la residencia; eso podía interpretarse fuera de casa como que siempre tuvimos un padre mala persona que hizo imposible la convivencia en sus últimos años y que su propia esposa acabó aborreciendo por sus maltratos continuos. No todos/as estaban dispuestos/as a digerir esa realidad y ante su ingreso inminente, antes de que se produjera, cada uno/a estaba ya posicionándose: La misma persona que propuso abandonarlo en urgencias, haciendo de nuevo gala de sus desarreglos, me apareció con una fotocopia del artículo del Código Civil donde se establece la obligación legal de los hijos de cuidar a los padres . Aquello que podía parecer un brote de histeria ante una situación que superaba su capacidad de gestión, era sin embargo el inicio de una larga ristra de señuelos para los demás hermanos contra el que había desenmascarado la amarga realidad de la familia, que era tanto como decir quien se había cargado al padre inventado, pero al fin y al cabo padre, el único que habíamos tenido. En cuanto a su ingreso, sabiendo ya que nuestra madre se negaría a ingresar con él, yo lo tuve muy claro; los que ya tenían familia propia, con su actitud pasiva habitual de silencio tampoco se vieron en la necesidad de soportar la carga de una mala persona a la que, como yo, no tenían absolutamente nada que agradecer y a la que ya dedicamos muchos años de trabajo en nuestra infancia, juventud y madurez para compensar el sacrificio que él no hizo por los suyos. Fueron precisamente quienes no tenían otra familia ni ninguna posibilidad de formarla ya, quienes en un ejercicio de cinismo sin precedentes apostaron por agarrarse a un padre inventado al que ahora honrarían, querrían y cuidarían. Ahora resultaría fácil y relativamente cómodo dar la imagen de familia modelo; no había que darle sopa ni limpiarle el culo en incluso los gastos de desplazamiento para visitarle de vez en cuando y las innumerables gestiones para hacer la vida imposible a su esposa y desheredar a sus hijos varones (y nietas) se podrían pagar de sobra con los 41.000€ -de los que jamás veríamos un céntimo- que le quedarían después de gastos de la pensión que quitó a su esposa y para la que se cotizó en buena parte con el trabajo de sus hijos y dicho sea de paso, cuando todos sus hijos nos fuimos, para los cinco años que le quedaban por pagar “el censo” ya sin sus jornales, tuvo que completar con los ahorros que su mujer recibió de las herencias de su tío Victorino y de su madre. |
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En esta apuesta de inventar un padre donde solo había un maltratador, cierto que anciano y limitado físicamente, pero un maltratador a tiempo completo con mucha capacidad y medios para seguir haciendo daño todavía durante muchos años como así ocurrió, se hacía necesario tanto para los de dentro como para los de fuera dar consistencia a un cambio que a todas luces se percibiría como fingido; para ello resultaba imperativo señalar a un chivo expiatorio cuya conducta argumentara ese quiebro en la actitud ante el padre -y la madre- y era la oportunidad ideal para saldar cuentas con quien al fin y al cabo era el máximo responsable de poner en riesgo la imagen de una familia disfuncional que podría haber estado encubriendo a una persona tóxica por naturaleza, que desde adolescente en plena guerra civil participaba en la transgresión destructiva del orden social, que fue siempre pendenciero en su familia de origen, después sistemáticamente malo con sus vecinos, despiadado con su familia política, abusador con sus descendientes y un auténtico miserable con su esposa. Digerir todo esto era duro para todos los miembros de nuestra familia de origen, pero asumible y en parte liberador para quienes ya tenían la suya propia. Sin embargo quienes no habían formado una familia y tenían prácticamente imposible hacerlo o lo que es peor, había cargado con retazos sociales para reemplazarla, no dudarían en poner toda la carne en el asador y cargar contra ese chivo de forma visceral en un caso y más sibilina otro, para proyectar la culpa y la responsabilidad del problema en mí que además daba el perfil porque en más de una ocasión, precisamente por no querer asumir en su día lo que había en casa, me había metido en charcos de los que no salí muy bien parado. En esta tesitura, las que habían asumido el rol de víctimas de su madre como les había inculcado el padre en un continuo adoctrinamiento que acabó en una hasta entonces disimulada alienación de las hijas contra ella , ahora se tornaría en un abierto enfrentamiento contra sus intereses en un caso y en otro en la aplicación sutil de terapias de invalidación emocional. Solo quedaba buscar un verdadero culpable de haber tenido que llegar a esta situación y con el recordatorio muy mal interpretado por cierto, de la obligación de cuidar a los padres , ya había dado el primer paso en aquella dirección, después vendría la domiciliación de la pensión del matrimonio en una cuenta donde estaba de cotitular ella para que su madre no tuviera acceso y para que el resto del los hermanos me señalaran a mí como responsable, me dejaba una copia de su hazaña en mi buzón culpándome a mí de obligarla a hacerlo. Lo mismo haría con la baja del tractor para que no pudiéramos llevarle leña a su madre, la devolución de recibos de suministro paraque le cortaran la luz, y un largo etcétera. La otra, haciendo gala de moderación y equidistancia entre sus progenitores que para nada se correspondía con la realidad, lejos de arrepentirse del brote de histeria por el ingreso voluntario de su padre en la residencia, proponiéndose sacarlo de allí -cosa que jamás hizo ni para pasar una nochebuena en su casa- me dedicó a partir de entonces de una forma nada disimulada una cara de asco cada vez que me veía que al final parece que se le ha quedado definitivamente instalada. De nada sirvió que años antes en uno de los mayores errores que he cometido en mi vida la tuviera parasitando en mi casa durante cuatro largos años produciéndome una pérdida económica superior a 30.000€ y lo que es mucho peor, una perdida emocional y en calidad de vida irreparable. Puede que una de las vivencias más desagradables de todos estos años, ha sido ver como desde que nació mi hija, el trato por parte de la mayoría de la familia paterna salvo alguna rara excepción y descontando los encuentros protocolarios y de postureo, ha sido de la más absoluta indiferencia hacia ella con detalles que si no puedo decir fueron de desprecio sí lo eran de la más absoluta falta de empatía tratándose de una niña de corta edad. Se ha pasado su infancia sin que nadie se preocupara de organizar un encuentro entre las niñas y pasó más de un cumpleaños en que no recibió ni una sola llamada. Durante estos años, aun consciente de que su abuelo no necesitaba ni echaba de menos a ninguna de sus nietas salvo para alimentar su ego ante los demás en aquel entorno, me vi obligado a llevarla a verlo creo que tres veces y lo hice obligado porque mi hija entonces una niña, puede que jamás hubiera entendido que no la hubiera llevado a conocer una figura tan especial y entrañable para ella como lo eran su otro abuelo y abuelas. A pesar de todo, creo que hice lo que tenía que hacer y en parte me vino bien porque sin contarle nada la niña a su corta edad percibió malas sensaciones de aquella persona, aún así le hacía ilusión ir y me preguntaba cuando iba a volver porque lamentablemente fueron las únicas oportunidades que tuvo en su infancia de sentirse integrada o querida entre sus primas paternas. Sin embargo, no tenía todavía 8 años y en su última visita en la que yo no estaba presente, aquel anciano enfermo la traumó cuando conociéndola ya perfectamente, con el hilo de voz que le quedaba simuló no conocerla lo cual dejó a la niña descolocada y cuando le dijo la niña que yo era su padre, en una recuperación milagrosa de la memoria le respondió que por lo menos había hecho algo bien. La pobre niña nunca me dijo nada durante el resto de su infancia y pasé tiempo preguntando a su tía y abuela si tenían idea de porqué había dejado de tener interés en volver a verlo. Ni tan siquiera cuando falleció el abuelo me contó nada, pero a sus casi 14 años tras fallecer la abuela y contarle que fue una mala persona con ella, me reveló su mal trago pasado en aquella última visita tras habérselo guardado dentro durante media infancia. Esto que en familias normales sería impensable, es un patrón entre personas de esta naturaleza y según el experto Dr. Piñuel a este rasgo se le conoce como violador de almas . A lo que seguramente no ha puesto nombre ningún experto en estos trastornos de personalidad es a lo que ocurrió meses después de aquella visita cuando tras fallecer aquel abuelo-monstruo , su máxima valedora aprovechando el impacto emocional que produciría en las nietas que ya debían de estar bastante confundidas al ver que sus padres no visitaban a un padre anciano y enfermo, se encargó de que les llegara una misiva póstuma de su abuelo escrita sin ninguna duda desde el infierno en la que les venía a decir que siempre las había querido a ellas y a toda la familia. Si la carta hubiera sido transmitida solo a las nietas mayores de edad puede que el hecho se pudiera tildar de miserable, pero hacerlo con una niña menor de edad a espaldas de su padre y de su madre, por mucho que la conducta del padre de la niña con su abuelo se pudiera considerar verdaderamente reprobable, es sin duda lo más rastrero que me podía esperar dentro de una familia donde prácticamente se había visto ya de todo. |
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